SENTIR LA CIENCIA
Vivimos en un mar de
percepciones con las que construimos el catálogo de conceptos e ideas
útiles para movernos por el mundo. Parte fundamental de esta carta de
navegación son las herramientas conceptuales derivadas de las
experiencias “científicas” a las que nos enfrentamos diariamente, desde
calentar una sopa en el microondas, hasta interpretar un análisis
clínico. Los profesores/as las utilizamos a menudo con el fin de ayudar
al alumnado a elaborar el cuerpo de conocimientos necesarios para
entender nuestra naturaleza y la que nos rodea. Sin embargo, en muchas
ocasiones olvidamos que, agazapados tras los conceptos y los
procedimientos de la Ciencia, hay valores y sentimientos necesarios para
la formación de ciudadanos/as informados, comprometidos y responsables.
Visto de una manera más cinematográfica: Necesitamos conjugar la fría y
vulcaniana razón del Sr. Spock, el famoso personaje de orejas
puntiagudas de Star Treck, con las tórridas emociones humanas, mientras
ayudamos a nuestros alumnos/as a elaborar su visión del universo. Por
eso voy a ilustrar esta forma de encarar la educación científica con
algunos sentimientos extraídos del manantial de vivencias
autobiográficas.
El primero se pierde
en mi memoria buscando cruzianas, unas huellas fosilizadas de
artrópodos marinos que medraron hace unos 480 millones de años. Pocas
cosas hay más conmovedoras que la percepción de una ingente cantidad de
tiempo atrapada en una piedra, mientras contemplamos nuestra existencia
como un estornudo diluido en esta inmensidad. Pero es muy difícil que
una mente como la nuestra, adaptada a unas pocas decenas de años de
vida, pueda concebir el abismo del tiempo geológico. Intentémoslo a la
manera de Carl Sagan, trasladando la Historia de la Tierra a un
almanaque. Así, una señora de 87 años hubiera comenzado su andadura
vital 6 décimas de segundo antes de finalizar la Nochevieja, mientras
que Colón hubiese descubierto América tan solo 10,5 segundos antes de
las campanadas. Miremos retrospectivamente, con las uvas en la mano, un
año a punto de expirar y situemos en él estos “hitos”. Y luego las
cruzianas, petrificadas un 22 de noviembre. O los primeros seres
vivos, que entraron en escena a mediados de marzo. ¡Qué vértigo!
Fue también hace unos
treinta y ocho años cuando, tras regresar de un triste campamento
infantil, cuidé de un camaleón en una gran maceta. Me pasaba las
horas muertas observando sus cambios de color y su larga y pegajosa
lengua capturando los saltamontes que regularmente le suministraba. Por
aquel entonces, la belleza de este reptil, perfectamente diseñado
para alimentarse y camuflarse, no me sugería nada más. El gran salto
intelectual y emocional vendría después, cuando entendí el papel de la
selección natural y de la adaptación al medio como causas de la
evolución y de la diversidad de formas vivientes. De aquello queda una
ilimitada admiración por la Ciencia, como fuente de respuestas a las
preguntas de siempre, que hasta entonces permanecían colgadas de ganchos
celestiales.
Más cerca del
infierno, el 26 de abril de 1986, uno de los reactores nucleares de
Chernóbil vomitó su carga letal y la esparció por casi toda Europa. La
seguridad nuclear se derrumbó para siempre, dando la razón a los
defensores del Sol verde y sonriente. Recuerdo vivamente el
terror que experimentamos ante el poder destructor de la tecnología
atómica. El mismo temor que siento cuando pienso en otros avances
tecnológicos. Pero, a pesar de los desastres medio-ambientales, sigo
valorando el esfuerzo de los científicos/as por reparar los daños
causados y abrigo la esperanza de que la Ciencia (una nueva Ciencia),
cabalgada por la Ética y la Justicia, sea capaz de “desfacer los
entuertos” y posibilitar las políticas adecuadas para evitarlos y
acercar a la Humanidad a un utópico Desarrollo Sostenible. Lo estamos
comprobando hoy en día con la adopción de medidas (aún insuficientes)
ante “la verdad incómoda” del calentamiento global.
Mi propuesta es
sencilla: Se trata de emocionarnos con la Ciencia, tras ensanchar los
horizontes del conocimiento; de abrir la ventana del “burka” que
impone el analfabetismo y sentir el progreso científico. En definitiva,
valorar la Ciencia como una empresa colectiva que transforma la realidad
personal y social, con sus riesgos, pero también con todo su potencial
para desvelarnos quiénes somos, conservar nuestro planeta y mejorar la
calidad de vida de todos/as sus habitantes.
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