CASIMIRO JESÚS BARBADO LÓPEZ

 

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COPENHAGUE, PALUDISMO Y EVOLUCIÓN  

A mediados de agosto de 2009 un  equipo de científicos, con el biólogo evolucionista Francisco Ayala a la cabeza, comprobó que el paludismo o malaria pasó de los chimpancés a los humanos  en una fecha comprendida entre los 2-3 millones de años y el comienzo del neolítico, hace unos 10.000 años. La causa de esta enfermedad es la infección por un protozoo denominado Plasmodium, transmitido a las aves, chimpancés y humanos mediante la picadura del mosquito Anófeles.

 

Imaginémonos la siguiente escena en el continente africano, hace varios cientos de miles de años. Un homínino (en la jerga actual) se acuesta entre las ramas de un árbol próximo a un río, después de una “dura jornada” de caza o de recolección. Mientras duerme, un mosquito hembra, que acaba de picar a un chimpancé, se le acerca atraído por el calor de su cuerpo o por alguna sustancia volátil emanada de su hirsuta piel. Viajemos ahora al interior de su cuerpo. Al picarle le  inocula en la sangre varios individuos de una especie de Plasmodium a la que vamos a denominar  P1. Éstos se multiplican en su hígado. Algunos encuentran una nueva forma de anclarse en los glóbulos rojos de la “víctima”, permitiéndoles penetrar en ellos y reproducirse de nuevo en su interior de una manera un poco más eficiente. El proceso ira “mejorando” durante miles de generaciones y millones de picaduras. Vamos a llamar P2 a este nuevo parásito más agresivo. Hace 10.000 años, con la formación de asentamientos más grandes y estables, la enfermedad comenzó a extenderse sin freno entre los seres humanos.

 

Los investigadores han descubierto este parentesco evolutivo comparando las moléculas de ADN de ambas especies. La P2  o Plasmodium falciparum, responsable de la mortalidad en los humanos, es un descendiente de la P1  o Plasmodium reichenowi, la de los chimpancés. Se ha originado mediante varias mutaciones al azar en el  genoma de la versión original y  la selección de los microbios mutantes mejor dotados para reproducirse dentro del cuerpo humano y del mosquito. Esto es evolución en el sentido más darwiniano: La supervivencia de los más aptos. Paralelamente, los homininos (incluyendo los humanos actuales) han sobrevivido a la enfermedad utilizando los mismos principios evolutivos: Diversidad genética,  selección natural y reproducción de aquellos individuos más resistentes; los que, a la postre, logran transmitir a su descendencia esta ventaja adaptativa. Pero no parece que hayamos tenido mucho éxito a juzgar por los cientos de millones de personas afectadas y los 3 millones de muertes anuales (¡un niño cada 30 segundos!). La gripe H1N1 es,  a su lado, un banal resfriado.

 

La historia del descubrimiento de los mosquitos como vehículos de ciertas enfermedades infecciosas es un caso especial de chiripa con muy pocas dosis de ética, como veremos.  En 1880, el médico francés Charles Laveran encontró individuos de Plasmodium falciparum  por primera vez en la sangre de una persona afectada por la malaria. Dos años después, el inglés  Ronald Ross encontró el microbio, tras una persecución que se nos antoja implacable, en el contenido del estómago de un mosquito que acababa de picar a un enfermo. No obstante, esto no era suficiente, ya que había que probar que la enfermedad se debía a la picadura del mosquito. Para ello, metió en una misma jaula  pájaros sanos y enfermos de malaria aviar, sin que hubiera nuevos contagios. Cuando introdujo los mosquitos junto a las aves, los pájaros sanos comenzaron a enfermar. Poco después, tres italianos, Grassi, Bignami y Bastianelli, consiguieron que varios mosquitos procedentes de áreas palúdicas picaran a un ciudadano voluntario con trastornos nerviosos crónicos –cómo le convencieron parece un capítulo oscuro de la Historia de la Medicina-. La aparición de la enfermedad en el paciente confirmó lo que se sospechaba.

 

Según la Agencia Española de Meteorología, agosto de 2009 ha sido el tercer mes más cálido en la Península, desde 1961. Su segunda quincena posee el récord de “calor” de los últimos cincuenta años, en el centro peninsular, Extremadura y noroeste de Andalucía. Los científicos predicen que la malaria y otras enfermedades infecciosas adquirirán un nuevo protagonismo debido al calentamiento global que evidencian estos bochornosos datos estivales. Los estudios revelan, provisionalmente, que en países como España o Inglaterra aumentarán de manera significativa los casos de paludismo, como consecuencia del aumento de la población de mosquitos y de la supervivencia del protozoo en estas nuevas condiciones medioambientales. Pero esto ya no es casualidad, sino los efectos de un desastre anunciado desde hace varias décadas y que sólo ahora algunas administraciones están pensando en  mitigar. La cumbre de Copenhague aguarda impaciente a que los políticos se pongan de acuerdo en la reducción drástica de las emisiones de los gases de efecto invernadero. Esperemos que no sea demasiado tarde.

 

Diario Córdoba 2.12.09