LOS OTROS
Existe el convencimiento de que el progreso
científico se lo debemos a una cohorte de sesudos investigadores y a
poquísimas, pero inteligentes y revolucionarias investigadoras que,
ocultos/as en sus templos del saber, han construido una Ciencia
inaccesible, a golpe de experimento. Y a menudo olvidamos que muchos de
estos avances se han producido y se producen a pie de calle, gracias a
los otros, actores y actrices secundarios, que sin querer, han
contribuido y contribuyen al nacimiento de una idea o al descubrimiento
de un misterio, que la naturaleza ha ocultado con tesón. Permítame el
lector, como homenaje a estos héroes silenciosos, contar las
tribulaciones de algunos de ellos. Son un accidentado viajero, un
descuidado barrenero y un niño asustado, que, entre 1822 y 1885,
participaron en el nacimiento o en la consolidación de la Fisiología,
la Neurociencia y la Inmunología.
El 6 de junio de 1822 paseaba el joven Alexis
Saint Martin cerca del lago Hurón (EEUU) cuando recibió un disparo
fortuito, que le atravesó las costillas, el estómago y los pulmones y le
provocó un orificio por el que se “le salía el desayuno”, en
palabras de William Beaumont, el cirujano militar que le atendió.
Alimentándolo a través de la fístula, el insigne médico no tardó en
darse cuenta de que la herida era una ventana maravillosa para el
estudio de los mecanismos de la digestión, por lo que retuvo al
desafortunado joven como criado, en unas condiciones que hoy serían
inaceptables. Un contrato de conejillo de Indias por el que Alexis se
sometería a cientos de experimentos, algunos dolorosos, para demostrar
que la digestión es un proceso químico. Murió en 1880, con las heridas
aún abiertas, tanto en el cuerpo, como en su dignidad. Su familia,
enojada con la clase médica, mantuvo su cadáver lejos de las
depredadoras manos de la Ciencia. Por desgracia, pero con razón.
El 14 de septiembre de 1848 fue un día grande
para la Neurociencia, pero aciago para Phineas Gage, capataz de
ferrocarril en Vermont (Nueva Inglaterra). Una barra metálica de tres
centímetros de grosor y un metro de largo le atravesó la mejilla
izquierda, saliéndole por la región frontal del cráneo. Contra todo
pronóstico, no murió. Al poco tiempo pudo hablar y razonar con
normalidad, como documentó el doctor Harlow, quien le daría el alta
dos meses después. Pero Phineas se volvió irrespetuoso, terco e
impaciente. En palabras del propio Harlow, "el equilibrio (…) entre
su facultad intelectual y sus propensiones animales se había destruido".
A partir de esta flaqueza humana imprevisible, la Ciencia abrió una
claraboya en el cerebro y comenzó a escudriñar el “alma”. Nacía así un
nuevo punto de vista que situaba la moral, la responsabilidad y la
empatía en “la carne”, es decir, en el lóbulo frontal. Adiós a un
“Pepito Grillo” venido de fuera. Murió relativamente joven en su casa,
víctima de la epilepsia, tras una vida azarosa, que incluyó la
exhibición circense de sus cicatrices. Afortunadamente, su cráneo
horadado y el alargado proyectil se conservan en el museo de medicina de
Harvard, como objetos de indudable valor para investigaciones
ulteriores.
El caso de Joseph Meister, de Alsacia (Francia)
es algo diferente. Tenía 9 años cuando su padre le llevó al laboratorio
de Louis Pasteur, el 4 de julio de 1885, con mordeduras profundas, en
brazos y piernas, provocadas por un perro rabioso. Era la crónica de una
muerte anunciada. Obligado por las circunstancias y sumido en una
gran inquietud, el ilustre químico y biólogo procedió a inocular,
bajo la piel del pequeño, un extracto seco y estéril de médula de
conejo, muerto de rabia dos semanas antes. Como sabía, gracias a sus
experimentos con perros, esta médula no provocaba la temible enfermedad,
pero sí tenía un poderoso efecto inmunizante. El proceso lo repitió 13
veces, con médulas cada vez más virulentas y agresivas. Y el niño
sobrevivió. Ya adulto trabajó como portero en el Instituto Pasteur, en
cuyos sótanos está enterrado el famoso microbiólogo. Cuenta Isaac
Asimov que, en 1940, un oficial nazi ordenó al anciano Meister que
abriera la cripta de Pasteur. Pero el que fuera el primer niño
inmunizado contra la rabia prefirió suicidarse antes que profanar la
tumba de su salvador.
Actores de segunda para una Ciencia de
vanguardia. Como la Cultura Científica que reivindicamos en nuestra
sociedad y en la escuela. Mientras tanto, el año de la Ciencia fluye en
la prensa y en la red. Y sin embargo, este castillo de fuegos de
artificio, deslumbrante y cuajado de actividades, parece un viaje a
ninguna parte. A mi trabajo acudo y a los decretos de la LOE me
remito: La enseñanza de la Ciencia está bajo mínimos.
Casimiro Jesús Barbado López
Mayo de 2007
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