LA ESCALERA DE
JACOB (II)
En una
colaboración anterior desvelábamos cómo el ser humano ha ido
descubriendo los secretos de la vida subiendo por una escalera,
la molécula del ADN, en un sueño hecho realidad, como el del famoso
personaje bíblico. Pero solo en las últimas décadas ha aprendido a
manipular la doble hélice y a elevarse aún más en este interminable
ascenso a otro cielo, el del conocimiento. Esta nueva dimensión fue
iniciada por Paul Berg en 1972, al construir, con tijeras
y pegamento bioquímicos (dos tipos de enzimas), el primer
monstruo biológico: una bacteria intestinal con un gen de anfibio, que
sería el primer OMG (Organismo Modificado Genéticamente). Había nacido
la Biotecnología y tanto la clase científica (conferencia de Asilomar
en 1975) como la opinión pública, la contemplaban con cierto recelo. A
pesar de ello, la industria farmacéutica comenzaría a producir hormona
del crecimiento e insulina humanas usando tanques llenos de amables
bacterias transgénicas.
La
Ingeniería Genética encontraría en los vegetales los organismos dóciles
que estaba buscando, gracias a una conocida bacteria del suelo,
transportadora de genes, o al bombardeo de células con microcañonazos
de partículas metálicas envueltas en ADN. Y así, en los años 90, los
alimentos transgénicos (colza resistente a un herbicida, tomate de larga
duración, etc.), comenzaron a invadir los supermercados USA. Sin
embargo, su llegada a Europa se vería frenada por un debate sin final
entre multinacionales defensoras de estas modificaciones y consumidores,
muy sensibilizados aún por el “mal de las vacas locas”. Actualmente hay
varios OMGs autorizados en la UE, entre ellos un maíz “Bt”, con un gen
bacteriano insecticida. Aunque muchos apuestan por la inocuidad de este
tipo de productos, otros, sin embargo, consideran que hemos abierto la
caja de Pandora, de la que podrían escaparse males como la
dispersión de seres vivos transgénicos por los ecosistemas (una amenaza
para la biodiversidad) o problemas de salud derivados del contacto con
nuevas sustancias potencialmente alérgenas.
Al contrario, la
manipulación genética con fines terapéuticos no ha encontrado tantos
detractores, excepto cuando lo que plantea es la modificación de la
línea germinal (óvulos, espermatozoides o embriones). Por eso, en
septiembre de 1990, Anderson y Blaese recibieron autorización
para alterar genéticamente unos pocos glóbulos blancos de una niña de
tres años con Deficiencia Inmunológica Combinada Grave (una niña
“burbuja”). Es ésta una enfermedad causada por la alteración defectuosa
de un gen del cromosoma 20, con instrucciones para fabricar una proteína
necesaria en la respuesta inmunológica. Sus células sanguíneas fueron
infectadas con un retrovirus armado con la copia buena del gen, se
reinyectaron en la niña y obró el milagro de la ciencia: el gen
comenzó a trabajar y su sangre se inundó de proteína “defensiva”, a la
vez que el mundo atisbaba una nueva forma de encarar este tipo de
enfermedades. La Terapia Génica había comenzado y sus próximas batallas
experimentales serían el cáncer, la diabetes y las enfermedades
neurodegenerativas. Dentro de esta espiral de avances, la prensa
publicaba, hace pocos meses, que varios científicos californianos habían
implantado en los cerebros de ocho pacientes con Alzheimer, células de
la piel modificadas, con el gen de un factor de crecimiento nervioso,
frenando, en seis de ellos, el desarrollo de la enfermedad.
El bricolaje
bioquímico, junto con un potente software informático, nos ha permitido
llegar a la esencia de la vida. A partir de un impresionante arsenal de
trozos de ADN, los científicos han podido secuenciar el genoma de
varias especies. De esta forma, en febrero de 2001, Craig Venter
(presidente de Celera Genomics) y los responsables del Proyecto Genoma
Humano (una iniciativa pública), dieron a conocer la secuencia del ADN
humano, situando a nuestra especie en el escalón animal que nos
corresponde: solo 30.000 genes y un 99 % de coincidencias con el ratón.
Una cura de humildad que nos invita a transitar sabiamente por la doble
hélice y a contemplar la naturaleza de una forma menos altiva.
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