LA
ESCALERA DE JACOB (I)
El ADN se cuela por la ventana del
televisor como un “chivato” sin piedad, el mejor abogado del inocente o
el notario eficiente de las familias en duelo, en los trueques macabros
de cadáveres.
Su historia comenzó en 1869, en una
sala de postoperatorios de Tubinga (Alemania), cuando el médico suizo
Friedrich Miescher aisló la nucleína (sustancia ácida rica en
fósforo) del pus de los vendajes quirúrgicos. Años más tarde se
determinaría la composición y la estructura primaria (lineal) de uno de
sus componentes (el ADN o Ácido Desoxirribonucleico): una larga hilera
de 4 unidades repetidas (los nucleótidos A, T, G y C).
La
historia de este icono de la ciencia pudo dar, en 1944, un giro
espectacular en “la Gran Manzana”, de la mano del científico
canadiense Oswald T. Avery y sus colaboradores, al comprobar
como una cepa inofensiva de la bacteria de la neumonía se transformaba
en infecciosa absorbiendo el ADN de un “caldo” (extracto) de bacterias
virulentas y muertas, demostrando que este largo filamento poseía la
información hereditaria. Era el viejo “principio formativo” de
Aristóteles hecho bioquímica. Un sorprendente descubrimiento que,
sin embargo, fue ignorado hasta que los experimentos de
Hershey y Chase
con virus, en 1952, destronaron como reinas de la herencia a las
proteínas. Se confirmaba, una vez más, la sentencia del pesimista
filósofo Arthur Schopenhauer: “Toda
verdad pasa por tres etapas. Primero se ridiculiza, luego se rechaza
violentamente y finalmente se acepta como evidente”.
El 25
de abril de 1953 un póquer de novatos, que no formaban equipo y estaban
mal avenidos, revelaron al mundo el descubrimiento que abriría los
horizontes de la nueva Genética. Eran James Watson, Maurice
Wilkins, Rosalind Franklin y Francis Crick. La hazaña
les supuso a los varones el Nóbel de Medicina y Fisiología en 1962. La
única mujer, Rosalind Franklin, investigadora en el machista
King’s
College
de Londres,
había fallecido de cáncer de ovarios cuatro años
antes, debido, probablemente, a la exposición crónica a los rayos que le
permitieron “retratar” el ADN. Gracias a sus imágenes, Watson y Crick
descifraron la estructura de la molécula de la herencia: una escalera de
caracol (en realidad, una doble hélice) con peldaños constituidos por
las famosas cuatro letras, emparejadas de forma invariable.
Era la versión prosaica de otra escalera,
la que soñó Jacob mientras huía; una herramienta que facilitaría el
ascenso del ser humano a otro cielo, el del conocimiento de los secretos
de la vida.
El ADN es un doble filamento enrollado
con información digital. El contenido de una enciclopedia de cocina
también lo es, porque está hecho con recetas sucesivas, cada una con la
información necesaria para elaborar un plato diferente. A su vez, las
recetas están constituidas por letras sin significado, pero su unión, en
un cierto orden, dota al conjunto de un culinario mensaje.
El ADN humano está formado por unos 3000
millones de letras (3 Gigas). Esta macromolécula está empaquetada dentro
del núcleo formando 23 pares de cromosomas. Igual que cada libro de
cocina tiene cientos de recetas, cada cromosoma posee unos pocos
cientos o miles de genes (fragmentos de ADN), con información para
fabricar una proteína, necesaria para el funcionamiento o la
construcción de los seres vivos, desde la forma de unas antenas a
ciertos rasgos de nuestro carácter.
El 9 de septiembre de 1984, Sir
Alec Jeffreys ascendería un peldaño más por esta escalera,
descubriendo, en el interior de la secuencia de un gen humano, un corto
tramo de ADN sin sentido aparente, con una secuencia central de 12
letras, repetida de forma característica en cada individuo y muy
semejante a la de sus familiares. Como un código de barras: marcas
negras repetitivas (ADN basura) dentro de un fondo blanco con mensaje
(el gen). Era la huella dactilar genética y en 1986 reveló su utilidad,
permitiendo inculpar de asesinato a Colin Pitchfork (Colin
“horca”), quien pasaría a la historia como el primer reo del ADN.
Progreso científico al servicio de la
sociedad. Cultura para desenvolvernos por el mundo.
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