CASIMIRO JESÚS BARBADO LÓPEZ

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CRÓNICA DE UNA DESERCIÓN

 

"Eres un cara pintada en un viaje

por la carretera del suicidio.

(Bob Dylan)

 

Madrid, 2 de agosto de 1.985.

 

Levantó el vidrio por penúltima vez. En esta ocasión el trago fue largo y caliente. Del techo colgaban bolas de fuego que giraban en una sucesión infinita de luces y destellos. En la barra, siluetas de cuerpos aprisionados, aferrados a superficiales conversaciones de vaso largo y cubitos de hielo. En algún rincón de este escenario se intuían perfiles de besos. Sobre un círculo luminoso, una niña mujer dibujaba figuras excitantes al ritmo de exóticos y lejanos compases. Lanzado por la inercia de los años, recordó la música que había alimentado su juventud y comparó. De sus neuronas emanaron melodías fósiles y ritmos melancólicos. Sumergido en estas reflexiones, oyó una voz pidiéndole fuego. Luego, la luz de una cerilla iluminó un cigarro en cuyo extremo aparecieron unos gruesos y rojos labios de mujer. La llama se extinguió. Los labios desaparecieron. No pudo recobrar el hilo de su pensamiento...

 

Se dirigió al aseo. En la puerta, otra silueta de plástico. Dentro, a la izquierda, un espejo grande, sin marco. Se miró. Un sudor frío resbalaba por su frente. El rostro desencajado, hinchado, pálido... De sus ojos saltones y enrojecidos surgía una mirada vidriosa, vacía. ¿Quedaba algo de sí mismo detrás de aquellos ojos? Penetró profundamente en aquella mirada y comenzó a escudriñar su cerebro. Encontró un pasado salpicado de abandonos, frustraciones, actividades políticas y desengaños ulteriores, compañeras de paso en habitaciones mugrientas, en hoteles extremadamente lúgubres...

 

La imagen de una mujer bella e inteligente detuvo de repente el torbellino de recuerdos en que se había convertido su memoria. Habían pasado muchos años, tal vez siglos. La sombra de aquella mujer se mantenía intacta en un billete de tren hacia algún lugar. Cuando ella le abandonó no fue capaz de ver el alcance de su indecisión. Ese billete sin picar hubiese cambiado el rumbo de su vida. No lo usó. Lo guardó de la misma manera que escondió en su cerebro tres años de vida casi conyugal. No se atrevió a tirarlo por no romper con el hechizo de su pasado. Comprendió en segundos lo que cinco años de inactividad sentimental le habían ocultado. La vida a su lado se había convertido en un infierno. Fueron esas continuas borracheras y el muro de incomunicación que él levantó noche tras noche. Ella nunca comprendió que si bebía lo hacía para olvidar que era un bebedor, como en aquel libro que leyó de pequeño, cuando leer era un  viaje maravilloso y su mundo, una mezcla de realidad, sueños y ficción literaria.

 

Y así descubrió a un niño feliz de ojos grandes, devorando libros a la hora de la siesta, mientras los campos se torraban al sol. O jugando desganadamente al balón, en aquellas tardes de otoño con sabor a jícara de chocolate. Nunca entendió por qué todos los partidos terminaban en "los siete espoliques" o en un "hemos ganao la copa de meao y los que han perdío se la han bebio". Estas vulgaridades afianzaban en él la idea de que sus amigos eran brutos y violentos. Muy al contrario, él era sensible, pacífico y religioso, casi místico. De esta infancia feliz conservaba vagamente en la memoria un mazazo terrible. Fue una bulliciosa noche de verano. El pueblo hervía en fiestas. Su gato Federico desapareció misteriosamente...

 

Después vinieron los primeros cigarrillos y más tarde, tímidos escarceos eróticos y posteriores conversaciones obscenas apurando unos chatos en el "Sótano". Y así, la primera borrachera. Era como si en un momento de su adolescencia hubiese sido absorbido por la vulgaridad de sus compañeros de juegos y descubrimientos. No pensó si eso fue bueno o malo.

 

Buscó obsesivamente el origen de la melancolía que le envolvía esa noche, como tantas otras noches, desde que rompió con toda forma de pasión por algo o alguien. Se había transformado, desde no sabía cuándo, en un zombi. Comer- dormir- trabajar y, sobre todo, beber. En su mente, nada.

 

Allí, ante el espejo sin marco del servicio de un disco-bar de una ciudad asfixiante, se enfrentaba con el rostro de su pasado, con la mirada huera de su presente y descubría la carga amarga que arrastraba. Eran ya treinta y cinco años de frustraciones. ¡Cuánto sufrió la tarde de octubre en la que vio partir  a sus amigos hacia Madrid para estudiar una carrera! En la estación, maletas repletas de ropa. Expectación en los rostros. En su maltrecho interior, la envidia le abría canales inmensos. La tarde rojiza arropaba dos seres cargados de ilusiones, mientras que de sus entrañas brotaba tal desesperanza, que creía reflejarla en la cara. Por eso forzaba una sonrisa y, de vez en cuando, golpeaba la espalda de sus amigos.

 

Cuatro años más tarde siguió sus pasos. Un pariente le encontró trabajo en una monstruosa oficina donde decenas de empleados manifestaban evidentes síntomas de tedio. Al menos eso le parecía cuando cruzaban miradas a las ocho de la mañana, con esa cara que tienen los oficinistas a esa hora.

 

Esa noche planeaba viajar al pueblo. Le horrorizaba la idea de encontrarse con Alberto, médico en Sevilla. O con Hilario, perito en una empresa catalana. Aquellos ya no eran sus amigos. Dejaron de serlo el día en el que tomaron el tren hacia el título universitario. Y no era por ellos. Durante todos esos años estuvo fabricándose una coraza de amargura que acabó por aislarle de sus antiguos compañeros de espoliques. En el parque, ellos pasearían señoras luciendo los últimos modelos de Pierre Cardin y niños chupando enormes helados de fresa y chocolate. El sonreiría como en la estación  aquella tarde de otoño.

 

Apartó la mirada del espejo y lloró internamente. Lo había hecho en otras ocasiones. Cierta madrugada de un día de febrero. Sobre la mesilla de noche había una nota que leyó con ojos de "gin-tonic": "Si me quieres, abandona la forma de vida que llevas y ven a buscarme." Julia. El dormitorio olía a ausencia. O cuando advirtió la desaparición de Federico. El pueblo se desperezaba de una noche de alcohol y churros con chocolate. Acurrucado en un rincón del "doblao" lloró lágrimas de plexiglás.

 

Volvió a la barra del bar. Pidió una copa y encendió u  cigarro... Salió al exterior. Respiró profundamente el aire podrido de Madrid. Miles de letreros luminosos le sugerían otras miles de copas. Cogió el coche y enfiló la calle Princesa...

 

En la cama, semidormido, desfilaron de nuevo los fantasmas de su vida, las frustraciones de su adolescencia y madurez, los títulos de sus amigos, el billete de tren sin picar,  el rostro desencajado que había descubierto en el último espejo...

 

No sé si despertó. Tomó unos folios y comenzó a escribir. Dos días después recibí sus anotaciones. Son las que he utilizado para redactar esta crónica. Desde entonces no sé nada de él.

 

ALEKHINE