CIENTÍFICOS DE PELÍCULA (*)
“¡Usted le ha matado!”
exclama un anónimo vigilante de la Facultad de Medicina de Zurich,
dirigiéndose al joven estudiante Herbest West, tras comprobar que el
doctor Gruber yace muerto, tendido en el suelo de su despacho. ¡No,
todo lo contrario! ¡Yo le di la vida! Responde el aprendiz de
médico, mientras clava su aterradora mirada en el espectador, que ignora
la orgía de sangre y vísceras que le espera. Así comienza la película
Re-Animator, cuyo protagonista ilustra el primero de los seis tipos
de científicos de cine que voy a describir en esta colaboración. Se
trata del alquimista, un personaje maníaco y obsesivo, poseído por un
objetivo diabólico: La resurrección de los muertos mediante una fórmula
regenerativa (y fosforescente).
En el otro extremo del espectro se
sitúa la doctora Grace Augustine, la xenobotánica de la película
Avatar e investigadora de la foresta de Pandora, una luna del
planeta Polifemo. Esta científica y ecologista se enfrenta a una
empresa privada que quiere aniquilar a los na’vi, para extraer
el unobtainium, un mineral carísimo con propiedades
superconductoras. Al margen de la proximidad en el espacio y en el
tiempo de este expolio, la doctora Grace encarna el perfil del
científico/a idealista (rara avis), por su compromiso hasta la
muerte con la biodiversidad y con los pueblos oprimidos.
Con un espíritu también comprometido,
pero abierto a nuevos territorios físicos e intelectuales, se
desenvuelve en el mundo virtual el aventurero Alexander Hartdegen,
protagonista de la película La Máquina del Tiempo. El Dr.
Hartdegen, tras viajar repetidamente al pasado para salvar
infructuosamente a su prometida, se lanza 800.000 años hacia el futuro,
donde encuentra una Humanidad degenerada y en conflicto, dividida en
morlocks (cazadores subterráneos) y eloi (sus presas). La
película termina con la destrucción de los depredadores y la
recuperación de la Humanidad gracias a un holograma que el viajero del
tiempo recupera en algún momento de su periplo espacio-temporal.
Sebastián Caine es el Hombre sin
sombra. Ha descubierto el modo de convertir en invisible la materia
viva y no tiene escrúpulos a la hora de dar un paso más y probarlo
consigo mismo. Sólo tiene un ideal: La Ciencia. Y todo lo demás, incluso
su propia vida, queda supeditado a este fin. Es, además, un personaje
frío, calculador y carente de empatía. Personifica al científico
romántico (que no sentimental), entregado en cuerpo y alma al
conocimiento, pero no a los demás.
Todo lo contrario del científico
desvalido, cuyas metas son más nobles, pero arriesgadas e
irresponsables. Como no puede ser de otra manera, sus proyectos
terminan en catástrofe. Encuadramos en esta clase al Doctor Octopus, de
Spiderman II, quien descubre la forma de controlar el poder del
sol en sus propias manos, mientras el invento se apodera de su mente.
Esto le convierte en un ser maquiavélico y en el peligro número uno para
la ciudad de Nueva York, a la que sólo puede salvar el hombre araña.
He dejado para el final al paradigma
del científico cinematográfico por excelencia; una caricatura devaluada
del mismísimo Einstein: El “típico” profesor chiflado y despistado, sin
responsabilidades familiares, motivo de burla para propios y extraños.
Así es Philip Brainard, personaje estelar de la película Flubber
e inventor de un material verdoso, energético y cuasi vivo, que se
desplaza a velocidades supersónicas.
¿Influye negativamente en el
espectador/a esta imagen tan distorsionada de los científicos y de la
Ciencia? No estoy seguro. Los estudios realizados con escolares
sugieren que sí. Respecto a los adultos, mi opinión oscila entre un sí
rotundo, basado en la carencia general de cultura científica y un no
relativo, si suponemos que con la edad mejoramos nuestra capacidad para
discernir con claridad la ficción cinematográfica, de ese mundo
tangible por el que transcurre nuestra existencia.
Los/as cineastas nos mostrarán siempre
personajes en los que cualquier parecido con la realidad es pura
coincidencia (ésta es la grandeza del séptimo arte). Por tanto, si
la sociedad reclama ciudadanos/as con actitudes favorables hacia el
progreso científico, tenemos que poner en marcha, y lo digo por enésima
vez, una adecuada educación científica que contribuya a meter la
cinta de sueños de Orson Welles, en la cintura de los límites
de la realidad con la que bregamos todos los días.
(*) VERSIÓN PARA EL DIARIO CÓRDOBA
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