CAZADORES DE SUEÑOS
“¡Clapham
Road!” Anunció en voz alta el conductor del omnibús que circulaba
por las desiertas calles de Londres. Era una tarde de verano de 1854. El
aviso despertó de su ajetreada siesta a un joven químico. Había estado
soñando con átomos “caracoleando”, unidos en parejas, tríos,
cuartetos y cadenas que giraban vertiginosamente ante sus ojos. Así
nació la teoría actual sobre la estructura de los compuestos de carbono.
O al menos, así lo contaba en 1890 su progenitor, el arrepentido
estudiante de arquitectura y famoso químico alemán, Fiedrich A. Kekulé
(1829-1896). Pero las musas de la Ciencia no abandonaron sus cabezadas
vespertinas. En 1864, tras dos años de esterilidad profesional por la
muerte de su esposa en un parto, descubrió la enigmática estructura
hexagonal del benceno. Fue durante otra de sus visiones oníricas:
Hileras de átomos retorciéndose como serpientes, mientras una de ellas,
la que representaba al benceno, se mordía la cola burlonamente.
“Aprendamos a soñar”, dijo en un discurso. “Pero guardémonos
asimismo de publicar nuestros sueños hasta que no hayan sido examinados
por la mente despierta”, concluyó. Buen consejo para los amantes de
las patentes.
Los sueños
cumplen una función biológica y psicológica fundamental. Diversos
experimentos confirman que sirven para consolidar la memoria en los
animales, incluidos los humanos. Como toda nuestra actividad nerviosa,
los sueños se fabrican con electricidad y química: “Chispazos” que
viajan como un rayo a través de las neuronas y moléculas que se liberan
entre ellas o en sus “contactos” con los músculos. Esto último lo
descubrió el fisiólogo austriaco Otto Loewi (1873-1961) soñando dos
noches seguidas con la misma idea esquiva, en la primavera de 1921.
Durante la segunda visualizó un procedimiento experimental para
determinar si la hipótesis sobre la transmisión química entre nervios y
órganos, formulada hacía 17 años, era cierta o no. Tras despertar a
media noche, se levantó de inmediato, fue a su laboratorio y realizó un
trascendental y sencillo experimento con varios corazones de rana y
soluciones salinas, siguiendo el método proporcionado por Morfeo. Así
descubrió que en la transmisión del impulso nervioso interviene la
acetilcolina, una sustancia aislada previamente por su colega Dale. Los
dos científicos recibirían el premio Nobel en 1936. Y de este hallazgo
al Prozac y a otros tratamientos, gracias al descubrimiento y
modulación, mediante fármacos, de decenas de neurotransmisores que
permiten a las neuronas “hablar” entre ellas a través de las sinapsis.
Los
neurotransmisores son compuestos químicos. Es decir, agrupaciones de
átomos de varios elementos que “dibujan” las estructuras soñadas por
Kekulé. Por aquellos años sólo se conocían unas pocas decenas de
elementos, clasificados en familias según sus propiedades
físico-químicas. Pero faltaba una ordenación definitiva que explicase la
periodicidad de estas propiedades. Se habían hecho varios intentos,
hasta que Dmitri Mendeléyev (1834-1907) encontró las claves con una
baraja de cartas en el fondo del cajón de los sueños. Para ello utilizó
los sesenta y tres naipes correspondientes a otros tantos elementos
identificados hasta entonces y los dispuso en las paredes de su
laboratorio, ordenándolos una y otra vez, con el fin de encontrar la
regla que explicase el caos aparente. Y así, una tarde de 1868, durante
una de sus habituales siestas (¡bendito descanso a la española!),
contempló cómo las cartas iban cayendo una a una en su lugar. Al
despertar las dispuso en siete grupos sobre la mesa, como en un
solitario. Uno por uno fue colocando todos los elementos químicos,
dejando huecos para los que aún no se habían descubierto: De arriba
abajo, los átomos con propiedades semejantes; de izquierda a derecha,
según la variación progresiva de esas mismas propiedades y desde el
principio hasta el final, por su creciente peso atómico.
Mendeléyev
era un científico pragmático y preocupado por el progreso social. En
cierta ocasión sentenció que podríamos vivir sin Platón, pero que
necesitaríamos el doble de Newtons para descubrir los secretos de la
naturaleza y vivir en armonía con sus leyes. No hay que llegar tan
lejos en este radical abandono de las “Letras”. En pleno siglo XXI sólo
necesitemos que se cumpla otro sueño: Más Cultura Científica para
comprender el mundo y actuar en él de forma responsable y solidaria.
Casimiro
Jesús Barbado López
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